Pequeña Teoría del
destino
Émile M. Cioran
Ciertos pueblos, como el ruso y
el español, están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en único
problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga a replegarse sobre
su serie de anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte.
[...] España se inclina sobre sí misma por razones opuestas [a Rusia]. Tuvo
también comienzos fulgurantes, pero están muy lejanos. Llegada demasiado
pronto, trastronó el mundo y se dejó caer: esta caída se me reveló un día.
Fue en Valldolid, en la Casa de Cervantes. Una vieja de apariencia vulgar,
contemplaba el retrato de Felipe III; «Un loco», le dije. Ella se volvió
hacia mí: «Con él comenzó nuestra decadencia». Yo estaba en el corazón del
problema. «¡Nuestra decadencia!». Así que, pensé, la decadencia es, en
España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial. La
nación que, en el siglo XVI, ofrecía al mundo un espectáculo de magnificencia
y de locura, hela ahí reducida a codificar su abotargamiento. Si hubieran
tenido tiempo, sin duda los últimos romanos, no hubieran actuado de otra forma;
no pudieron remachar su fin: los bárbaros se cernían ya sobre ellos. Más
afortunados, los españoles tuvieron plazo suficiente (¡tres siglos!) para
pensar en sus miserias y empaparse de ellas. Charlatanes por desesperación,
improvisadores de ilusiones, vivien en una especie de acritud cantante, de trágica
falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del
éxito. Aunque cambiasen un día sus antiguas manías por otras más modernas,
segurían, empero, marcados por una ausencia tan larga. Incapaces de acoplarse
al ritmo de la «civilización», clericoidales o anarquistas, no podrían
renunciar a su inactualidad. ¿Cómo van a alcanzar a las otras naciones, cómo
se van a poner al día, si han agotado lo mejor de sí mismos en rumiar sobre la
muerte, en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral?
Retrocedeindo sin cesar hacia lo esencial, se han perdido por exceso de
profundidad. La idea de decadencia no les preocuparía tanto si no tradujese en
términos de historia su gran debilidad por la nada, su obsesión por el
esqueleto. No es nada asombroso que, para cada uno de ellos, el país sea su
problema. Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega, uno advierte que, para ellos,
España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a
una fórmula racional. Vuelven siempre sobre ella, fascinados por la atracción
de lo insoluble que representa. No pudiendo resolverla por el análisis, meditan
sobre Don Quijote, en el que la paradoja es todavía más insoluble, porque es
símbolo. Uno no se imagina a un Valéry o a un Proust meditando sobre Francia
para descubrirse a sí mismos: país realizado, sin rupturas graves que
soliciten inquietud, país no-trágico, no es un caso: al haber triunfado, al
haber cumplido su suerte, ¿cómo podría ser aún «interesante»?
Émile M. Cioran
(Rumanía), Pequeña Teoría del destino, en La tentación de existir |