Los Angeles
Reaccionarios
Émile M. Cioran
Es difícil formular un juicio
sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él
simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo
que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad
inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la
nada. Cada ser se nutre de la agonía de otro ser; los instantes se precipitan
como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mudo es un receptáculo de
sollozos... En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos
igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudir el espacio
ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley
desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos
cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo, o no
importan dónde, nos parece sin solución y como una maldición que debemos
sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de
los vencidos... Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un
alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros
desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos
consuela...
Y así como el «destino», que no puede querer nada, es
quien ha querido lo que nos sucede... Prensados de lo Irracional como
único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la
cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde
sacar el orgullo para provocar a las fuerzas que lo han decretado así y que, es
más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a
dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros
pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los
astros? Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita.
¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho
de muerte, hemos perdido -en el extremo de la locura, extenuados- vigor e
ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas? Y ¿cómo
encontrar de nuevo la frescura del arcángel sedicioso, aquel que, todavía al
comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros
impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para
infamar al rebaño de los otros ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su
colega es precipitarse más bajo todavía, mientras que la injusticia de los
hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe
contra él? A los ángeles anónimos -acurrucados bajo sus alas sin edad,
eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas
curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres, ¿quién se
atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La
rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad:
los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí la exalta y la
decepción la niega... No podría tener sentido en un universo no-valido...
(En este mundo nada está en su
sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del
espectáculo de la injusticia humana. Es igualemente vano rechazar o aceptar el
orden social: nos es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un
conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la
muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro
polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y
corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente
indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en universo que sólo nuestro
corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de
ironía...
Nadie puede corregir la injusticia de Dios y de los hombres:
todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos
original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurora de los
tiempos; y si ese torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para
arrastrarnos mejor...)
Émile M. Cioran
(Rumanía), Extraído de Breviario de pobredumbre. |