Genealogía del
Fanatismo
Émile M. Cioran
En sí misma, toda
idea es neutra o debería serlo, pero el hombre la anima, proyecta en ella sus
llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el
tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha
consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros
sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos
Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del
espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre
permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta
después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la
evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes:
el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros amarlo, en espera de
exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o
proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el
hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que
transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más
que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la
diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de
la inquisición o la Reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas
sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los
autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En la crisis místicas,
los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis... Patíbulos,
calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa
necesidad de creer que ha infestado es espíritu para siempre. El diablo
palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos
injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético:
no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los
verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano
religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto rehusamos admitir el carácter intercambiable de
las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal;
los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo,
aquejado del hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión
de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica
de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual,
por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza -vicios más nobles que
todas las virtudes-, se ha internado en una vía de pernición, en la historia,
en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las certezas abundan en
ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis
el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de
haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De
ello resulta el fanatismo -tara capital que da al hombre el gusto por la
eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas,
las somete, las tritura o las exalta... No escapan más que los escépticos (o
los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque -verdaderos
bienhechores de la humanidad- destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me
siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la
razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad
desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa
disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta...
En cuanto eleve la voz, sea el nombre del cielo, de la ciudad o de otros
pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más
acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria,
su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no
buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la
obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a
vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una
misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración
con sus reglamentos: metafísica para uso de monos... Todos se esfuerzan por
remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los
incurables; las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El
ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un
desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de
salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente...
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal,
porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros» con una inflexión de
seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le
considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso
como los tiranos y los verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma
de terror, tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se
sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos
imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en
nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os
abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la
humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos
los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas»
arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios
acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios;
porque todos los males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un
hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar
lecciones de canto; y de corrupción...
El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede
igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un
monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia:
los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha
cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo
exaspera: por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un
fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo
donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con
un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo
estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la
esperanza como una calamidad...
Émile M. Cioran
(Rumanía), Extraído de Breviario de pobredumbre. |