Capítulo
11
Podemos, en consecuencia, decir de la paz lo que hemos dicho de la vida
eterna, que es el fin de nuestros bienes, ya que un salmo, hablando de la
ciudad objeto de esta laboriosa obra, se expresa así: Alaba al Señor,
Jerusalén; alaba, Sión, a tu Dios. Porque el que afianzó con fuertes
barras tus puertas y ha bendecido a tus hijos y moradores, ése ha
establecido la paz a tus fines. Una vez que los pestillos de sus puertas
fueren afianzados, ya no entrará ni saldrá nadie de ella. Por esos fines
de que habla el salmo debemos entender aquí la paz, que queremos probar
como final.
El nombre místico de esa ciudad, es decir, Jerusalén, significa “visión
de paz”, como ya hemos hecho notar. Mas, como el nombre de paz es también
corriente en las cosas mortales, donde no se da la vida eterna, he
preferido reservar este nombre de ‘vida eterna’, en vez del de
‘paz’, para el fin en que la ciudad de Dios encontrará su bien
supremo y soberano. De este fin dice el Apóstol: Ahora, libres del pecado
y convertidos en siervos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación
y por fin la vida eterna.
Mas, como también los no familiarizados con las Sagradas Escrituras
pueden entender por vida eterna la vida de los pecadores, bien, según
algunos filósofos, por la inmortalidad del alma, bien, según nuestra fe,
por las penas interminables de los impíos, que no serán eternamente
atormentados si no viven eternamente, debe llamarse fin de esta ciudad en
que gozará del sumo bien, o la paz en la vida eterna, o la vida eterna en
la paz. Así, todos pueden entenderlo con facilidad. Y la paz es un bien
tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más
grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia. Abrigo
la convicción de que, si me detuviera un poco a hablar de él, no sería
oneroso a los lectores, tanto por el fin de esta ciudad de que tratamos
como por la dulcedumbre de la paz, ansiada por todos.
Capítulo
12
1. Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las
mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera
gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos
amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían
llegar guerreando a una paz gloriosa. Pues ¿qué es la victoria más que
la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz
es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a
prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De
donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con
la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los
que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían
cambiarla a su capricho.
No es que no quieran que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad.
Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su
intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los
bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más
violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan
forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé
al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere,
con aquellos a quienes no pueda matar y a quienes quiere ocultar lo que
hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con
los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a
su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la
necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la
paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la
cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele
como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya
como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a la vista de todos,
pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con
aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra
a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las
condiciones de su paz.
2. Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los
poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre a
hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su
malicia tan enorme, que recibió el nombre griego kakós (malo). Sin
esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que
alegraran sus días, ni mayores a quienes mandar. No gozaba de la
conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más
feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo
semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto
podía y quería.
Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta,
siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin
molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz
con su cuerpo, y cuanto más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus
miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su
mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, que
se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba
y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y
ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás
esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se
llamara malo, ni monstruo, ni semihombre. Y si las extrañas formas de su
cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los
hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por
necesidad de vivir.
Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo
pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían
pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor decir, este
semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque
aun las fieras más crueles —y éste participó también de esa fiereza,
se llamó semifiera —custodian la especie con cierta paz, cohabitando,
engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a pesar de que con
frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los
ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones,
las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame
blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué
milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace
su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede
la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia?
¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a
formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de
su parte!
Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es
posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque
desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la
soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus
compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz
justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz,
sea cual fuere. Y es que no hay vicio tan contrario a la naturaleza que
borre los vestigios últimos de la misma.
3. El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo
perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz
de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra
el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con
alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario,
dejaría de ser.
Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación
del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido
el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar
naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es
molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud,
y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se
separa, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz
entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno
tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su
paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo.
Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea
conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se
impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí
cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y
conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y
se le deja a su curso natural, se establece un combate de vapores
contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción,
hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a
pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las
leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo.
Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de animales
mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas
almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los
cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas
por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando
cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o
las transformaciones que hayan sufrido.
Capítulo
13
1. Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; y la
del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma
racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, y la
paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del animal. La
paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo
la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia.
La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que
obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los
ciudadanos que gobiernan y los gobernados. La paz de la ciudad celestial
es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y mutuamente
en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. Y el
orden es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales
el lugar que les corresponde.
Por tanto, como los miserables, en cuanto tales, no están en paz, no
gozan de la tranquilidad del orden, exenta de turbaciones; pero como son
merecida y justamente miserables, no pueden estar en su miseria fuera del
orden. No están unidos a los bienaventurados, sino separados de ellos por
la ley del orden. Éstos, cuando no están turbados, se acoplan cuanto
pueden a las cosas en que están. Hay, pues, en ellos cierta tranquilidad
en su orden, y, por tanto, tienen cierta paz. Pero son miserables, porque,
aunque están donde deben estar, no están donde no se verían precisados
a sufrir. Y son más miserables si no están en paz con la ley que rige el
orden natural. Cuando sufren, la paz se ve turbada por ese flanco; pero
subsiste por este otro en que ni el dolor consume ni la unión se
destruye. Del mismo modo que hay vida sin dolor y no puede haber dolor sin
vida, así hay cierta paz sin guerra, pero no puede haber guerra sin paz.
Y esto no por la guerra en sí, sino por los agitadores de las guerras,
que son naturalezas, y no lo fueran si la paz no les diera subsistencia.
2. Existe una naturaleza en la que no hay ningún mal, en la que no puede
haber mal alguno. Mas no puede existir naturaleza alguna en la que no se
halle algún bien. Por tanto, ni la misma naturaleza del diablo, en cuanto
naturaleza, es un mal. La hace mala su perversidad. No se mantuvo en la
verdad, pero no escapó al juicio de la misma. No se mantuvo en la
tranquilidad del orden, pero no escapó a la potestad del Ordenador. La
bondad de Dios, que aparece en su naturaleza, no le sustrae a la justicia
de Dios, que le ordena a la pena. Dios no castiga en él el bien por Él
creado, sino el mal que él cometió. No priva a la naturaleza de todo lo
que le dio, sino que sustrae algo y deja algo, a fin de que haya quien
sufra la sustracción. El dolor es el mejor testigo del bien sustraído y
del bien dejado, porque, si no existiera el bien dejado, no podría
dolerse el bien quitado. El que peca es peor si se alegra en el daño de
la equidad, y el que es atormentado, si de él no reporta bien alguno,
sufre el daño de la salud. Y es que la equidad y la salud son dos bienes,
y de la amisión del bien es preciso dolerse, no alegrarse (si es que no
hay una compensación en lo mejor, y es mejor la equidad del ánimo que la
salud del cuerpo).
Es más razonable, sin duda, el dolerse el pecador de sus suplicios que el
alegrarse de sus crímenes. Así como el alegrarse del bien abandonado al
pecar es una prueba de la voluntad mala, así el dolor del bien perdido en
el suplicio es testigo de la naturaleza buena. Quien siente haber perdido
la paz de su naturaleza, lo siente por ciertos restos de paz que hacen que
ame su naturaleza. Los inicuos e impíos lloran en sus tormentos la pérdida
de los bienes naturales y sienten a Dios como justísimo robador de los
mismos por haberle despreciado como benignísimo dador. Dios, pues,
Creador sapientísimo y Ordenar justísimo de todas las naturalezas, que
puso como remate y colofón de su obra creadora en la tierra al hombre,
nos dio ciertos bienes convenientes a esta vida, a saber: la paz temporal
según la capacidad de la vida mortal para su conservación, incolumidad y
sociabilidad. Nos dio además todo lo necesario para conservar o recobrar
esta paz; así como lo propio y conveniente al sentido, la luz, la noche,
las auras respirables, las aguas potables y cuanto sirve para alimentar,
cubrir, curar y adornar el cuerpo. Todo esto nos lo dio bajo una condición,
muy justa por cierto: que el mortal que usara rectamente de tales bienes
los recibirá mayores y mejores. Recibirá una paz inmortal acompañada de
gloria y el honor propio de la vida eterna, para gozar de Dios y del prójimo
en Dios. Y el que los usara mal no recibirá aquéllos y perderá éstos.
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