Capítulo 1. Las causas y la filosofía
Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a
los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí
mismos, y el que más de todos, el de la vista. En efecto, no sólo para
obrar, sino también cuando no pensamos hacer nada, preferimos la vista,
por decirlo así, a todos los otros. Y la causa es que, de los sentidos,
éste es el que nos hace conocer más y nos muestra muchas diferencias.
Por naturaleza, los animales nacen dotados de sensación; pero ésta no
engendra en algunos la memoria, mientras que en otros sí. Y por eso éstos
son más prudentes y más aptos para aprender que los que no pueden
recordar; son prudentes sin aprender los incapaces de oír los sonidos
(como la abeja y otros animales semejantes, si los hay); aprenden, en
cambio, los que, además de memoria, tienen este sentido.
Los demás animales viven con imágenes y recuerdos, y participan poco de
la experiencia. Pero el género humano dispone del arte y del
razonamiento. Y del recuerdo nace para los hombres la experiencia, pues
muchos recuerdos de la misma cosa llegan a constituir una experiencia. Y
la experiencia parece, en cierto modo, semejante a la ciencia y al arte,
pero la ciencia y el arte llegan a los hombres a través de la
experiencia. Pues la experiencia hizo el arte, como dice Polo, y la
inexperiencia, el azar. Nace el arte cuando de muchas observaciones
experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes.
Pues tener la noción de que a Calias, afectado por tal enfermedad, le fue
bien tal remedio, y lo mismo a Sócrates y a otros muchos considerados
individualmente, es propio de la experiencia; pero saber que fue
provechoso a todos los individuos de tal constitución, agrupados en una
misma clase y afectados por tal enfermedad, por ejemplo a los flemáticos,
a los biliosos o a los calenturientos, corresponde al arte.
Pues bien, para la vida práctica, la experiencia no parece ser en nada
inferior al arte, sino que incluso tienen más éxito los expertos que los
que, sin experiencia, poseen el conocimiento teórico. Y esto se debe a
que la experiencia es el conocimiento de las cosas singulares, y el arte,
de las universales; y todas las acciones y generaciones se refieren a lo
singular. No es al hombre, efectivamente, a quien sana el médico, a no
ser accidentalmente, sino a Calias o a Sócrates, o a otro de los así
llamados, que, además, es hombre. Por consiguiente, si alguien tiene, sin
la experiencia, el conocimiento teórico, y sabe lo universal pero ignora
su contenido singular, errará muchas veces en la curación, pues es lo
singular lo que puede ser curado.
Creemos, sin embargo, que el saber y el entender pertenecen más al arte
que a la experiencia y consideramos más sabios a los conocedores del arte
que a los expertos, pensando que la sabiduría corresponde en todos al
saber. Y esto, porque unos saben la causa y los otros no. Pues los
expertos saben el qué, pero no el porqué. Aquéllos, en cambio, conocen
el porqué y la causa. Por eso a los jefes de obras los consideramos en
cada caso más valiosos, y pensamos que entienden más y son más sabios
que los simples operarios, porque saben las causas de lo que se está
haciendo; éstos, en cambio, como algunos seres inanimados, hacen, sí,
pero hacen sin saber lo que hacen, del mismo modo que quema el fuego. Los
seres inanimados hacen estas operaciones por cierto impulso natural y los
operarios, por costumbre. Así pues, no consideramos a los jefes de obras
más sabios por su habilidad práctica, sino por su dominio de la teoría
y su conocimiento de las causas. En definitiva, lo que distingue al sabio
del ignorante es el poder enseñar, y por esto consideramos que el arte es
más ciencia que la experiencia, pues aquéllos pueden y éstos no pueden
enseñar.
Además, de las sensaciones, no consideramos que ninguna sea sabiduría,
aunque éstas son las cogniciones más autorizadas de los objetos
singulares; pero no dicen el porqué de nada; por ejemplo, por qué es
caliente el fuego, sino tan sólo que es caliente.
Es, pues, natural que quien en los primeros tiempos inventó un arte
cualquiera, separado de las sensaciones comunes, fuese admirado por los
hombres, no sólo por la utilidad de alguno de los inventos, sino como
sabio y diferente de los otros, y que, al inventarse muchas artes,
orientadas unas a las necesidades de la vida y otras a lo que la adorna,
siempre fuesen considerados más sabios los inventores de éstas que los
de aquéllas, porque sus ciencias no buscaban la utilidad. De aquí que,
constituidas ya todas estas artes, fueran descubiertas las ciencias que no
se ordenan al placer ni a lo necesario; y lo fueron primero donde primero
tuvieron vagar los hombres. Por eso las artes matemáticas nacieron en
Egipto, pues allí disfrutaba de ocio la casta sacerdotal.
Hemos dicho en la Ética cuál es la diferencia entre el arte, la ciencia
y los demás conocimientos del mismo género. Lo que ahora queremos decir
es esto: que la llamada Sabiduría versa, en opinión de todos, sobre las
primeras causas y sobre los principios. De suerte que, según dijimos
antes, el experto nos parece más sabio que los que tienen una sensación
cualquiera, y el poseedor de un arte, más sabio que los expertos, y el
jefe de una obra, más que un simple operario, y los conocimientos teóricos,
más que los prácticos. Resulta, pues, evidente que la Sabiduría es una
ciencia sobre ciertos principios y causas.
Capítulo 2. Rasgos de la sabiduría
Y, puesto que buscamos esta ciencia, lo que debiéramos indagar es de qué
causas y principios es ciencia la Sabiduría. Si tenemos en cuenta el
concepto que nos formamos del sabio, es probable que el camino quede más
despejado. Pensamos, en primer lugar, que el sabio lo sabe todo en la
medida de lo posible, sin tener la ciencia de cada cosa en particular.
También consideramos sabio al que puede conocer las cosas difíciles y de
no fácil acceso para la inteligencia humana (pues el sentir es común a
todos, y, por tanto, fácil y nada sabio).
Además, al que conoce con más exactitud y es más capaz de enseñar las
causas, lo consideramos más sabio en cualquier ciencia. Y, entre las
ciencias, pensamos que es más Sabiduría la que se elige por sí misma y
por saber, que la que se busca a causa de sus resultados, y que la
destinada a mandar es más Sabiduría que la subordinada. Pues no debe el
sabio recibir órdenes, sino darlas, y no es él el que ha de obedecer a
otro, sino que ha de obedecerle a él el menos sabio. Tales son, por su
calidad y su número, las ideas que tenemos acerca de la Sabiduría y de
los sabios. Y de éstas, el saberlo todo pertenece necesariamente al que
posee en sumo grado la Ciencia universal (pues éste conoce de algún modo
todo lo sujeto a ella). Y, generalmente, el conocimiento más difícil
para los hombres es el de las cosas más universales (pues son las más
alejadas de los sentidos). Por otra parte, las ciencias son tanto más
exactas cuanto más directamente se ocupan de los primeros principios
(pues las que se basan en menos principios son más exactas que las que
proceden por adición; la Aritmética, por ejemplo, es más exacta que la
Geometría). Además, la ciencia que considera las causas es también más
capaz de enseñar (pues enseñan verdaderamente los que dicen las causas
acerca de cada cosa). Y el conocer y el saber, buscados por sí mismos, se
dan principalmente en la ciencia que versa sobre lo más escible (pues el
que elige el saber por el saber preferirá a cualquier otra la ciencia más
ciencia, y ésta es la que versa sobre lo más escible). Y lo más escible
son los primeros principios y las causas (pues mediante ellos y a partir
de ellos se conocen las demás cosas, no ellos a través de lo que les está
sujeto). Y es la más digna de mandar entre las ciencias, y superior a la
subordinada, la que conoce el fin por el que debe hacerse cada cosa. Y
este fin es el bien de cada una, y, en definitiva, el bien supremo en la
naturaleza toda.
Por todo lo dicho, corresponde a la misma Ciencia el nombre que se busca.
Pues es preciso que ésta sea especulativa de los primeros principios y
causas. En efecto, el bien y el fin por el que se hace algo son una de las
causas.
Que no se trata de una ciencia productiva es evidente ya por los que
primero filosofaron. Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a
filosofar movidos por la admiración; al principio, admirados ante los fenómenos
sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose
problemas mayores, como los cambios de la Luna y los relativos al Sol y a
las estrellas, y a la generación del universo. Pero el que se plantea un
problema o se admira, reconoce su ignorancia. (Por eso, también el que
ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de
elementos maravillosos). De suerte que, si filosofaron para huir de la
ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no
por alguna utilidad.
Y así lo atestigua lo ocurrido. Pues esta disciplina comenzó a buscarse
cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al
descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la buscamos por
ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es
para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única
ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma. Por eso también su
posesión podría con justicia ser considerada impropia del hombre. Pues
la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos; de suerte que, según
Simónides, «sólo un dios puede tener este privilegio», aunque es
indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada. Por
consiguiente, si tuviera algún sentido lo que dicen los poetas, y la
divinidad fuese por naturaleza envidiosa, aquí parece que se aplicaría
principalmente, y serían desdichados todos los que en esto sobresalen.
Pero ni es posible que la divinidad sea envidiosa (sino que, según el
refrán, mienten mucho los poetas), ni debemos pensar que otra ciencia sea
más digna de aprecio que ésta. Pues la más divina es también la más
digna de aprecio.
Y en dos sentidos es tal ella sola: pues será divina entre las ciencias
la que tendría Dios principalmente, y la que verse sobre lo divino. Y ésta
sola reúne ambas condiciones; pues Dios les parece a todos ser una de las
causas y cierto principio, y tal ciencia puede tenerla o Dios solo o él
principalmente. Así, pues, todas las ciencias son más necesarias que ésta;
pero mejor, ninguna.
Mas es preciso, en cierto modo, que su adquisición se convierta para
nosotros en lo contrario de las indagaciones iniciales.
Pues todos comienzan, según hemos dicho, admirándose de que las cosas
sean así, como les sucede con los autómatas de los ilusionistas [a los
que aún no han visto la causa], o con los solsticios o con la
inconmesurabilidad de la diagonal (pues a todos les parece admirable que
algo no sea medido por la unidad mínima). Pero es preciso terminar en lo
contrario y mejor, según el proverbio, como sucede en los casos
mencionados, después de que se ha aprendido: pues de nada se admiraría
tanto un geómetra como de que la diagonal llegara a ser conmensurable.
Queda, pues, dicho cuál es la naturaleza de la ciencia que se busca, y cuál
la meta que debe alcanzar la indagación y todo el método.
Capítulo 3. Las cuatro causas y los filósofos
primitivos
Y puesto que, evidentemente, es preciso adquirir la ciencia de las
primeras causas (decimos, en efecto, que sabemos una cosa cuando creemos
conocer su causa primera), y las causas se dividen en cuatro, una de las
cuales decimos que es la substancia y la esencia (pues el porqué se
reduce al concepto último, y el porqué primero es causa y principio);
otra es la materia o el sujeto; la tercera, aquélla de donde procede el
principio del movimiento, y la cuarta, la que se opone a ésta, es decir,
la causa final o el bien (pues éste es el fin de cualquier generación y
movimiento). Aunque hemos tratado suficientemente de las causas en la Física,
recordemos, sin embargo, a los que se dedicaron antes que nosotros al
estudio de los entes y filosofaron sobre la verdad. Pues es evidente que
también ellos hablan de ciertos principios y causas. Esta revisión será
útil para nuestra actual indagación; pues, o bien descubriremos algún
otro género de causa, o tendremos más fe en las que acabamos de
enunciar.
Pues bien, la mayoría de los filósofos primitivos creyeron que los únicos
principios de todas las cosas eran los de índole material; pues aquello
de lo que constan todos los entes y es el primer origen de su generación
y el término de su corrupción, permaneciendo la substancia pero
cambiando en las afecciones, es, según ellos, el elemento y el principio
de los entes. Y por eso creen que ni se genera ni se destruye nada,
pensando que tal naturaleza se conserva siempre, del mismo modo que no
decimos que Sócrates llegue a ser en sentido absoluto cuando llega a ser
hermoso o músico, ni que perezca si pierde estas maneras de ser, puesto
que permanece el sujeto, es decir, Sócrates mismo.
Así, tampoco se genera ni se corrompe, según estos filósofos, ninguna
de las demás cosas; pues dicen que siempre hay alguna naturaleza, ya sea
una o más de una, de la cual se generan las demás cosas, conservándose
ella.
Aristóteles: Metafísica, libro
I, caps. 1-3.
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