1. Misión del filósofo
—Así, pues —dije yo—, tras un largo discurso se nos ha mostrado al
fin, ¡oh Glaucón!, quiénes son filósofos y quiénes no.
—En efecto —dijo—, quizá no fue posible conseguirlo por más breve
camino.
—No parece —dije—; de todos modos, creo que se nos habría mostrado
mejor si no hubiéramos tenido que hablar más que de ello ni nos fuera
preciso el discurrir ahora sobre todo lo demás al tratar de examinar en
qué difiere la vida justa de la injusta.
—¿Y a qué —preguntó— debemos atender después de ello?
—¿A qué va a ser —respondí— sino a lo que se sigue? Puesto que
son filósofos aquellos que pueden alcanzar lo que siempre se mantiene
igual a sí mismo y no lo son los que andan errando por multitud de cosas
diferentes, ¿cuáles de ellos conviene que sean jefes en la ciudad?
—¿Qué deberíamos sentar —preguntó— para acertar en ello?
—Que hay que poner de guardianes —dije yo— a aquellos que se
muestren capaces de guardar las leyes y usos de las ciudades.
—Bien —dijo.
—¿Y no es cuestión clara —proseguí— la de si conviene que el que
ha de guardar algo sea ciego o tenga buena vista?
—¿Cómo no ha de ser clara? —replicó.
—¿Y se muestran en algo diferentes de los ciegos los que de hecho están
privados del conocimiento de todo ser y no tienen en su alma ningún
modelo claro ni pueden, como los pintores, volviendo su mirada a lo
puramente verdadero y tornando constantemente a ello y contemplándolo con
la mayor agudeza, poner allí, cuando haya que ponerlas, las normas de lo
hermoso, lo justo y lo bueno, y conservarlas con su vigilancia una vez
establecidas?
—No, ¡por Zeus! —contestó—. No difieren en mucho.
—¿Pondremos, pues, a éstos como guardianes o a los que tienen el
conocimiento de cada ser, sin ceder en experiencia a aquéllos ni quedarse
atrás en ninguna otra parte de la virtud?
—Absurdo sería —dijo— elegir a otros cualesquiera, si es que éstos
no les son inferiores en lo demás; pues con lo dicho sólo cabe afirmar
que les aventajan en lo principal.
—¿Y no explicaremos de qué manera podrían tener los tales una y otra
ventaja?
—Perfectamente.
—Pues bien, como dijimos, al principio de esta discusión, hay que
conocer primeramente su índole; y si quedamos de acuerdo sobre ella,
pienso que convendremos también en que tienen esas cualidades y en que a
éstos, y no a otros, hay que poner como guardianes de la ciudad.
—¿Cómo?
2. Cualidades del filósofo
—Convengamos, con respecto a las naturalezas filosóficas, en que éstas
se apasionan siempre por aprender aquello que puede mostrarles algo de la
esencia siempre existente y no sometida a los extravíos de generación y
corrupción.
—Convengamos.
—Y además —dije yo—, en que no se dejan perder por su voluntad
ninguna parte de ella, pequeña o grande, valiosa o de menos valor, igual
que referíamos antes de los ambiciosos y enamorados.
—Bien dices —observó.
—Examina ahora esto otro, a ver si es forzoso que se halle, además de
lo dicho, en la naturaleza de los que han de ser como queda enunciado.
—¿Qué es ello?
—La veracidad y el no admitir la mentira en modo alguno, sino odiarla y
amar la verdad.
—Es probable —dijo.
—No sólo es probable, mi querido amigo, sino de toda necesidad que el
que por naturaleza es enamorado, ame lo que es connatural y propio del
objeto amado.
—Exacto —dijo.
—¿Y encontrarás cosa más propia de la ciencia que la verdad?
—¿Cómo habría de encontrarla? —dijo.
—¿Será, pues, posible que tengan la misma naturaleza el filósofo y el
que ama la falsedad?
—De ninguna manera.
—Es, pues, menester que el verdadero amante del saber tienda, desde su
juventud, a la verdad sobre toda otra cosa.
—Bien de cierto.
—Por otra parte, sabemos que, cuando más fuertemente arrastran los
deseos a una cosa, tanto más débiles son para las demás, como si toda
la corriente se escapase hacia aquel lado.
—¿Cómo no?
—Y aquel para quien corren hacia el saber y todo lo semejante, ése creo
que se entregará enteramente al placer del alma en sí misma y dará de
lado a los del cuerpo, si es filósofo verdadero y no fingido.
—Sin ninguna duda.
—Así, pues, será temperante y en ningún modo avaro de riquezas, pues
menos que a nadie se acomodan a él los motivos por los que se buscan esas
riquezas con su cortejo de dispendios.
—Cierto.
—También hay que examinar otra cosa cuando hayas de distinguir la índole
filosófica de la que no lo es.
—¿Cuál?
—Que no se te pase por alto en ella ninguna vileza, porque la mezquindad
de pensamiento es lo más opuesto al alma que ha de tender constantemente
a la totalidad y universalidad de lo divino y de lo humano.
—Muy de cierto —dijo.
—Y a aquel entendimiento que en su alteza alcanza la contemplación de
todo tiempo y de toda esencia, ¿crees tú que le puede parecer gran cosa
la vida humana?
—No es posible —dijo.
—¿Así, pues, tampoco el tal tendrá a la muerte por cosa temible?
—En ningún modo.
—Por lo tanto, la naturaleza cobarde y vil no podrá, según parece,
tener parte en la filosofía.
—No creo.
—¿Y qué? El hombre ordenado que no es avaro, ni vil, ni vanidoso, ni
cobarde, ¿puede llegar a ser en algún modo intratable o injusto?
—No es posible.
—De modo que, al tratar de ver el alma que es filosófica y la que no,
examinarás desde la juventud del sujeto si esa alma es justa y mansa o
insociable y agreste.
—Bien de cierto.
—Pero hay otra cosa que tampoco creo que pasarás por alto.
—¿Cuál es ella?
—Si es expedita o torpe para aprender: ¿podrás confiar en que alguien
tome afición a aquello que practica con pesadumbre y en que adelanta poco
y a duras penas?
—No puede ser.
—¿Y si, siendo en todo olvidadizo, no pudiera retener nada de lo
aprendido? ¿Sería capaz de salir de su inanidad de conocimientos?
—¿Cómo?
—Y trabajando sin fruto, ¿no te parece que acabaría forzosamente por
odiarse a sí mismo y al ejercicio que practica?
—¿Cómo no?
—Por lo tanto, al alma olvidadiza no la incluyamos entre las propiamente
filosóficas, sino procuremos que tenga buena memoria.
—En un todo.
—Pues por lo que toca a la naturaleza inarmónica e informe, no diremos,
creo yo, que conduzca a otro lugar sino a la desmesura.
—¿Qué otra cosa cabe?
—¿Y crees que la verdad es connatural con la desmesura o con la
moderación?
—Con la moderación.
—Busquemos, pues, una mente que, a más de las otras cualidades, sea por
naturaleza mesurada y bien dispuesta y que por sí misma se deje llevar fácilmente
a la contemplación del ser en cada cosa.
—¿Cómo no?
—¿Y qué? ¿No creerás acaso que estas cualidades, que hemos expuesto
como propias del alma que ha de alcanzar recta y totalmente el
conocimiento del ser, no son necesarias ni vienen traídas las unas por
las otras?
—Absolutamente necesarias —dijo.
—¿Podrás, pues, censurar un tenor de vida que nadie sería capaz de
practicar sino siendo por naturaleza memorioso, expedito en el estudio,
elevado de mente, bien dispuesto, amigo y allegado de la verdad, de la
justicia, del valor y de la templanza?
—Ni el propio Momo —dijo— podría censurar a una tal persona.
—Y cuando estos hombres —dije yo— llegasen a madurez por su educación
y sus años, ¿no sería a ellos a quienes únicamente confiarías la
ciudad?
3. Objeción de Adimanto: los filósofos
son depravados o inútiles
Entonces Adimanto dijo: —¡Oh Sócrates! Con respecto a todo eso que has
dicho, nadie sería capaz de contradecirte; pero he aquí lo que les pasa
una y otra vez a los que oyen lo que ahora estás diciendo: piensan que es
por su inexperiencia en preguntar y responder por lo que son arrastrados
en cada pregunta un tanto fuera de camino por la fuerza del discurso, y
que, sumados todos estos tantos al final de la discusión, el error
resulta grande, con lo que se les muestra todo lo contrario de lo que se
les mostraba al principio; y que así como en los juegos de tablas los que
no son prácticos quedan al fin bloqueados por los más hábiles y no
saben adónde moverse, así también ellos acaban por verse cercados y no
encuentran nada que decir en este otro juego que no es de fichas, sino de
palabras, aunque la verdad nada gane con ello. Digo esto mirando el caso
presente: podría decirse que no hay nada que oponer de palabra a cada una
de tus cuestiones, sino que en la realidad se ve que cuantos, una vez
entregados a la filosofía, no la dejan después, por no haberla abrazado
simplemente para educarse en su juventud, sino que siguen ejercitándola más
largamente, éstos resultan en su mayoría unos seres extraños, por no
decir perversos, y los que parecen más razonables, al pasar por ese
ejercicio que tú tanto alabas, se hacen inútiles para el servicio de las
ciudades.
Y yo, al oírle, dije: —¿Y piensas que los que eso afirman no dicen
verdad?
—No lo sé —contestó—; pero oiría con gusto lo que tú opinas.
—Oirás, pues, que me parece que dicen verdad.
—¿Y cómo se puede decir —preguntó— que las ciudades no saldrán
de sus males hasta que manden en ellas los filósofos, a los que
reconocemos inútiles para aquéllas?
—Has hecho una pregunta —dije— a la que hay que contestar con una
comparación.
—¡Pues sé que tú acostumbras, creo yo, a hablar por comparaciones!
—exclamó—.
4. La sociedad no se sirve de los filósofos
—Bien —dije—, ¿te burlas de mí, después de haberme lanzado a una
cuestión tan difícil de exponer? Escucha, pues, la comparación y verás
aún mejor cuán torpe soy en ellas. Es tan malo el trato que sufren los
hombres más juiciosos de parte de las ciudades, que no hay ser alguno que
tal haya sufrido; y así, al representarlo y hacer la defensa de aquéllos,
se hace preciso recomponerlo de muchos elementos, como hacen los pintores
que pintan los ciervos-bucos y otros seres semejantes. Figúrate que en
una nave o en varias ocurre algo así como lo que voy a decirte: hay un
patrón más corpulento y fuerte que todos los demás de la nave, pero un
poco sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos náuticos
parejos de su vista y de su oído; los marineros están en reyerta unos
con otros por llevar el timón, creyendo cada uno de ellos que debe
regirlo, sin haber aprendido jamás el arte del timonel ni poder señalar
quién fue su maestro ni el tiempo en que lo estudió, antes bien,
aseguran que no es cosa de estudio y, lo que es más, se muestran
dispuestos a hacer pedazos al que diga que lo es. Estos tales rodean al
patrón instándole y empeñándose por todos los medios en que les
entregue el timón; y sucede que si no le persuaden, sino que más bien
hace caso de otros, les dan muerte a éstos o les echan por la borda,
dejan impedido al honrado patrón con mandrágora, con vino o por
cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave apoderándose de lo
que en ella hay. Y así, bebiendo y banqueteando, navegan como es natural
que lo hagan tales gentes, y sobre ello, llaman hombre de mar y buen
piloto y entendido en la náutica a todo aquel que se dé arte a ayudarles
en tomar el mando por medio de la persuasión o fuerza hecha al patrón, y
censuran como inútil al que no lo hace; y no entienden tampoco que el
buen piloto tiene la necesidad de preocuparse del tiempo, de las
estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de todo aquello que
atañe al arte, si ha de ser en realidad jefe de la nave.
Y en cuanto al modo de regirla, quieran los otros o no, no piensan que sea
posible aprenderlo ni como ciencia, ni como práctica, ni por lo tanto el
arte del pilotaje. Al suceder semejantes cosas en la nave, ¿no piensas
que el verdadero piloto será llamado un miracielos, un charlatán, un inútil,
por los que navegan en naves dispuestas de ese modo?
—Bien seguro —dijo Adimanto.
—Y creo —dije yo— que no necesitas examinar en detalle la comparación
para ver que representa la actitud de las ciudades respecto de los
verdaderos filósofos, sino que entiendes lo que digo.
—Bien de cierto —repuso.
—Así, pues, instruye en primer lugar con esta imagen a aquel que se
admiraba de que los filósofos no reciban honra en las ciudades y trata de
persuadirle de que sería mucho más extraño que la recibieran.
—Sí que le instruiré —dijo.
—E instrúyele también de que dice verdad en lo de que los más
discretos filósofos son inútiles para la multitud, pero hazle que culpe
de su inutilidad a los que no se sirven de ellos y no a ellos mismos.
Porque no es lo natural que el piloto suplique a los marineros que se
dejen gobernar por él, ni que los sabios vayan a pedir a las puertas de
los ricos, sino que miente el que dice tales gracias, y la verdad es,
naturalmente, que el que está enfermo, sea rico o pobre, tiene que ir a
la puerta del médico, y todo el que necesita ser gobernado, a la de aquel
que puede gobernarlo; no que el gobernante pida a los gobernados que se
dejen gobernar, si es que de cierto hay alguna utilidad en su gobierno. No
errarás, en cambio, si comparas a los políticos que ahora gobiernan con
los marineros de que hablábamos hace un momento, y a los que éstos
llamaban inútiles y papanatas con los verdaderos pilotos.
—Exactamente —observó.
—Por lo tanto, y en tales condiciones, no es fácil que el mejor tenor
de vida sea habido en consideración por los que viven de manera
contraria, y la más grande, con mucho, y más fuerte de las inculpaciones
le viene a la filosofía de aquellos que dicen que la practican; a ellos
se refiere el acusador de la filosofía de que tú hablabas al afirmar que
la mayor parte de los que se dirigen a aquélla son unos perversos, y los
más discretos, unos inútiles, cosa en que yo convine contigo. ¿No es así?
—Sí.
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